Nada es fruto de la más inerte casualidad. Los seres humanos fijan su propio destino, sin que ningún factor divino ni extra-sensorial del más allá interfiera en sus decisiones e impulsos racionales. El ser humano es laico de nacimiento, seguro de sus posibilidades y de sus ambiciones. A una avanzada edad, comienza a comportarse cual ridículo espejismo de la adolescencia más radicalizada, afirmando, constantemente, que la culpa es de otros, de la perfección de su persona y del maleficio que otros le perpetran. Y, como el hombre es un ser político en vías de apolitización, el Estado refleja ídoneamente este postulado. El votante introduce su papeleta con las expectativas centradas en la victoria de su partido político, olvidando sarcásticamente que con ello acepta la victoria incondicional de la ideología rival en caso de producirse.
El votante firma un contrato en el que cede su voluntad sobre una figura supuestamente sabia e intelectual capaz de dirigir su futuro y el de aquellos que le rodean en la mejor dirección. Sin embargo, en muchas ocasiones, el panfleto está subscrito aun cuando el firmante no se haya molestado en leer las cláusulas del mismo, en un caso más conciso, las 600 páginas de un libro que bien podrían servir de posavasos para una fiesta cardenalicia. De ese mismo modo, el contratado asume unas obligaciones totalmente ignoradas por el adjudicatario del poder democrático, con lo que el cumplimiento del documento es absolutamente innecesario y secundario.
Para refrendar este postulado, esta idea de democracia, me apoyo en las ideas de personajes como Rousseau, Platón y Hobbes para complementar esta explicación un tanto, excesivamente filosófica. El helvético, con su idea de El contrato social (1762), el heleno, en La república y el británico mediante El Leviatán (1651), apuntan, sobre todo en estos dos últimos casos e intensificado en el último, a la idea de un contrato social inquebrantable. De hecho, volviendo a la exposición del servidor, incluso aquellos que reniegan acudir a votar en cita electoral participan en el proceso democrático, en el contrato. Asimismo, quienes son partidarios del voto en blanco o nulo refrendan el resultado subyacente de la votación, por lo que hablar de indiferencia es una mera utopía.
Ahora bien, en un Estado social perfecto en el que el ciudadano conozca las bases del contrato que constituyen el funcionamiento y orden ciudadano, el votante y no votante estará legitimado para revelarse siempre y cuando el político, el sabio, el intelectual haya incumplido su parte del contrato, sin olvidar, no obstante, que deberá revelarse tanto por aquellas ideas que le beneficiaban como por las que le perjudican ingratamente.
Atendiendo a la postura filosófica del servidor anteriormente expuesta, podemos -trasladándola a la práctica- afirmar que España no está legitimada a la revolución en aquellos casos en los que el contrato no haya sido ni leído ni interpretado en la parte correspondiente al firmante ni tampoco en aquellos que conozcan concienzudamente lo que han firmado, respondiendo a la razón de que, como firmantes, han aceptado el resultado democrático. Sin embargo, sí está legitimado a la revolución el estudiante, aquel al que, por razones de ley, no le está permitido participar en la firma del panfleto pero del que, en cambio, padece sus efectos.
Pese a lo anteriormente dispuesto, cabe una posibilidad de reacción ciudadana basada en la reciprocidad contractual. Es decir, si el político no cumple con las expectativas señaladas en el contrato, este pierde inmediatamente su legitimidad, otorgando a la sociedad el poder de la revolución y del cambio democrático.
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