He dicho alguna vez que, en mi opinión, un tonto es mucho más peligroso que un malvado. Las consecuencias suelen ser peores, a la larga. Incluso a la corta. Y mientras al malvado, si es medianamente listo, se le puede convencer, incluso, de la utilidad de portarse bien, y hasta es posible obtener enseñanzas prácticas de sus maldades y consecuencias, el tonto ni se deja convencer, ni convence, ni hay nada en él de aprovechable, excepto la confirmación, una vez más, de la ilimitada capacidad de estupidez que caracteriza al género humano. Otra cosa es que, con el tiempo, a fuerza de tesón y ejercicio, el tonto acabe convirtiéndose objetivamente en malvado. Lo que también, gracias al fanatismo, se da con prodigiosa frecuencia. Pero eso ya es meternos en honduras psicológicas, e incluso filosóficas; y de lo que yo quiero hablar este domingo es de cetáceos. De orcas, en concreto. O, para ser más exactos, de una orca.
Se llama Kshamenk -que significa orca en lengua ona- y es la única que, hasta donde llegan mis noticias, vive en cautiverio en Sudamérica. Tenía cinco años de edad en 1992, cuando quedó varada en la costa patagónica. Se la rescató, y desde entonces vive en el acuario Mundo Marino de San Clemente, Argentina, donde es la estrella principal del espectáculo. Es una orca macho, creo. Ahora tiene 26 tacos de almanaque, pesa tres toneladas y media y mide seis metros de largo. He visto fotos y videos de la antedicha y parece feliz, dentro de lo que cabe. Una orca normal, de infantería. Se la ve juguetona, se lleva bien con sus cuidadores, no se come a los niños que se asoman al acuario, y simpatiza mucho con un delfín hembra llamado Floppy al que tiene por compañero de piscina y colega de piruetas.
Resumiendo, no es el ambiente que yo querría para una orca de mi familia, pero no es una mala forma de vida. Le faltan las inmensidades oceánicas y tal, ignora lo que es nadar entre hielos antárticos y tampoco tiene pareja a la que decir ábrete de aletas, corazón; pero a cambio vive como una reina. Come cada día sin tener que buscarse las lentejas, tiene especialistas pendientes de su estado de salud, y en la piscina climatizada está a salvo de los balleneros japoneses, o noruegos, o de donde sean. Suponiendo que esos hijos de puta cacen orcas, de lo que no estoy muy seguro.
Sin embargo, nuestra amiga la orca y su apacible vida doméstica han tropezado con gente de buenas intenciones. Con salvadores de orcas cautivas. A través de las redes sociales, un grupo de ecologistas exige su liberación. Devuélvanla al mar, dicen. Libérenla. Por supuesto, ha faltado tiempo para que los políticos argentinos metan mano en el conmovedor asunto. Una orca cautiva, y yo con estos pelos. Así que una diputada ha hecho suya la causa, exigiendo al Congreso que Kshamenk sea puesta en manos de las autoridades para su traslado al área marina protegida de Península Valdés -18 horas en camión y 6 si la llevan en avión- y su liberación mediante un «programa científico de rehabilitación y readaptación», que puesto en titulares de periódico suena chachi, pero cuyos detalles específicos nadie precisa. De poco ha servido que voces científicas alerten de la alta probabilidad de que la orca muera. No hay antecedentes de cetáceos, señalan, que tras vivir largo tiempo en un acuario hayan sobrevivido a un traslado semejante. Kshamenk, añaden, vive en un entorno amigable, al que lleva veinte años adaptada. Su salud y carácter son perfectos, muestra afecto por sus cuidadores y es la orca más sana y mejor cuidada del mundo. Llevarla a un lugar extraño, donde tendría que enfrentarse a situaciones desconocidas y hostiles, la alteraría gravemente. Poco importa que viviera cinco años en su hábitat natural antes de pasar al acuario. Tras dos décadas lejos del mar, no podrá alimentarse por sí misma, ni integrarse en una manada de orcas. Tampoco podrá acercarse a las hembras: ha perdido su adiestramiento en la lucha, y sería destrozada por los otros machos, acostumbrados a pelear entre ellos y mucho más agresivos. Etcétera.
Se llama Kshamenk -que significa orca en lengua ona- y es la única que, hasta donde llegan mis noticias, vive en cautiverio en Sudamérica. Tenía cinco años de edad en 1992, cuando quedó varada en la costa patagónica. Se la rescató, y desde entonces vive en el acuario Mundo Marino de San Clemente, Argentina, donde es la estrella principal del espectáculo. Es una orca macho, creo. Ahora tiene 26 tacos de almanaque, pesa tres toneladas y media y mide seis metros de largo. He visto fotos y videos de la antedicha y parece feliz, dentro de lo que cabe. Una orca normal, de infantería. Se la ve juguetona, se lleva bien con sus cuidadores, no se come a los niños que se asoman al acuario, y simpatiza mucho con un delfín hembra llamado Floppy al que tiene por compañero de piscina y colega de piruetas.
Resumiendo, no es el ambiente que yo querría para una orca de mi familia, pero no es una mala forma de vida. Le faltan las inmensidades oceánicas y tal, ignora lo que es nadar entre hielos antárticos y tampoco tiene pareja a la que decir ábrete de aletas, corazón; pero a cambio vive como una reina. Come cada día sin tener que buscarse las lentejas, tiene especialistas pendientes de su estado de salud, y en la piscina climatizada está a salvo de los balleneros japoneses, o noruegos, o de donde sean. Suponiendo que esos hijos de puta cacen orcas, de lo que no estoy muy seguro.
Sin embargo, nuestra amiga la orca y su apacible vida doméstica han tropezado con gente de buenas intenciones. Con salvadores de orcas cautivas. A través de las redes sociales, un grupo de ecologistas exige su liberación. Devuélvanla al mar, dicen. Libérenla. Por supuesto, ha faltado tiempo para que los políticos argentinos metan mano en el conmovedor asunto. Una orca cautiva, y yo con estos pelos. Así que una diputada ha hecho suya la causa, exigiendo al Congreso que Kshamenk sea puesta en manos de las autoridades para su traslado al área marina protegida de Península Valdés -18 horas en camión y 6 si la llevan en avión- y su liberación mediante un «programa científico de rehabilitación y readaptación», que puesto en titulares de periódico suena chachi, pero cuyos detalles específicos nadie precisa. De poco ha servido que voces científicas alerten de la alta probabilidad de que la orca muera. No hay antecedentes de cetáceos, señalan, que tras vivir largo tiempo en un acuario hayan sobrevivido a un traslado semejante. Kshamenk, añaden, vive en un entorno amigable, al que lleva veinte años adaptada. Su salud y carácter son perfectos, muestra afecto por sus cuidadores y es la orca más sana y mejor cuidada del mundo. Llevarla a un lugar extraño, donde tendría que enfrentarse a situaciones desconocidas y hostiles, la alteraría gravemente. Poco importa que viviera cinco años en su hábitat natural antes de pasar al acuario. Tras dos décadas lejos del mar, no podrá alimentarse por sí misma, ni integrarse en una manada de orcas. Tampoco podrá acercarse a las hembras: ha perdido su adiestramiento en la lucha, y sería destrozada por los otros machos, acostumbrados a pelear entre ellos y mucho más agresivos. Etcétera.
Dudo que a estas alturas queden dudas respecto a las razones del párrafo inicial de este artículo. Por si acaso, permítanme una cita de un tal Roberto Buvas, activista argentino que encabeza la campaña por la liberación de Kshamenk: «Si muriera, para mí sería igual un éxito. La liberación sería un mensaje conceptual y filosófico para todo el mundo. Para decir que los animales no tienen que vivir en cautiverio».
Sobre orcas, como íbamos diciendo. Sobre tontos y sobre malvados.
Sobre orcas, como íbamos diciendo. Sobre tontos y sobre malvados.