No hay mucho que celebrar este 6 de diciembre. La
Constitución cumple 35 años y ha inaugurado el único periodo auténticamente
democrático de nuestra agitada historia, un periodo de estabilidad política,
conexión a Europa y modernización social y económica sin parangón. Pero ya no
es el texto vivo que recoge el acuerdo básico y fundacional de la convivencia,
sino un documento político coagulado, en parte incorporado a la legislación y
la jurisprudencia, pero en parte claramente superado por la realidad. Que
hayamos reformado la Constitución sólo dos veces, y por exigencias europeas, es
una anomalía impresentable en comparación con cualquier otro país. Esta impotentia
reformandi conecta
con lo peor de nuestra tradición histórica, en la que nunca hemos reformado
texto constitucional alguno, sino que las Constituciones han nacido previo
asesinato de la anterior a manos de las mayorías de turno.
Como norma jurídica suprema, la
Constitución no tiene un gran pedigrí en nuestra historia política: desde 1812
hemos tenido Constituciones formales (textos escritos denominados
“Constitución”) y Constituciones materiales (reglas de juego político
establecidas por quien tiene de hecho la autoridad). Norma y realidad han
caminado por separado. Solo la Constitución de 1978 intentó fundir ambas, la
formal y la material. Durante un tiempo lo consiguió, pero hemos vuelto a las
andadas. Muchas decisiones constitucionales son adoptadas al margen del texto
llamado Constitución: por ejemplo, el Estatuto de Cataluña, el matrimonio entre
homosexuales, la reforma local, los cambios en los órganos constitucionales,
como el Consejo del Poder Judicial; bastantes decisiones sobre derechos fundamentales,
etcétera. Norma y realidad han vuelto a divorciarse. Por supuesto que, de
hecho, reformamos a menudo la Constitución: lo hacemos a través de la ley o a
golpe de sentencia del Constitucional. Esto no requiere tener que pactar con
los adversarios ni, especialmente, someter el asunto al electorado.
La idea clave de la Constitución es su
consideración como conjunto de reglas del juego permanentes frente a las reglas
estratégicas que en cada caso imponga la fuerza mayoritaria. Pues bien, tenemos
serios problemas para alcanzar consensos sobre las reglas de juego (la vida
política española es una cultura, por así llamarla, de enfrentamiento y
crispación, por lo menos en su teatralización cotidiana). Y, además, a
diferencia de lo que ocurre en otros países, donde hay una auténtica veneración
(o, al menos, respeto) ciudadano por su Constitución, la de España ni es bien
conocida, ni es especialmente querida, aunque se valore su aplicación. La
Constitución española no es en 2013 ni un documento efectivo ni afectivo.
Se produce en este punto una
interesante paradoja: casi todos opinan que hay que reformar la Constitución, y
al tiempo dicen que es imposible o inoportuno. Pero si no reformamos ahora la
Constitución, en plena crisis económica e institucional y cuando es evidente
que todos y cada uno de sus títulos deben ser modificados (ya llevamos mucho
retraso acumulado), ¿cuándo lo haremos? ¿En un momento de tranquilidad política
y económica (si es que finalmente arribamos a él)? ¿No diremos entonces que la
reforma es innecesaria? El problema es que los actores políticos se han
acostumbrado a actuar al margen de la Constitución formal y lo hacen en la
penumbra de la material. La única barrera a este proceder es el Tribunal
Constitucional, y de ahí los esfuerzos, en gran medida conseguidos, para
politizarlo en clave partidista y neutralizarlo.
Creo que hay que reformar a fondo la
Constitución para incorporar todo lo que hemos aprendido y todo lo que
necesitamos para regenerar la vida democrática después de 35 años de régimen
constitucional. Nos enfrentamos a nuevas realidades con el ajuar de ideas de un
mundo ya antiguo. Hace falta no un simple lifting, sino cirugía. Los
partidos deben pasar de ser la institución privilegiada —esto tuvo su sentido
en 1978, pero no en 2013—, a la más controlada (sobre todo en el reclutamiento
de líderes, financiación y transparencia); y hay que abrir espacios a la
ciudadanía y su participación: abrir las listas, hacer más proporcional el
sistema electoral, reformar el régimen del referéndum (es otra absoluta
anomalía que solo haya habido dos referendos en 35 años), etcétera.
Hay que actualizar el régimen de la Monarquía. El
Parlamento y sus instituciones auxiliares (sobre todo el Tribunal de Cuentas)
deben reforzar sus facultades de control del Ejecutivo. Hay que suprimir el
carácter constructivo de la moción de censura. El sistema de cooptación de
vocales del Consejo del Poder Judicial y, sobre todo, del Tribunal Supremo y
del Constitucional debe cambiar radicalmente: ¡los partidos no pueden pretender
suprimir o amortiguar la persecución de la criminalidad gubernativa! La lucha
contra la corrupción debe adquirir estatura constitucional. El Tribunal Constitucional,
donde hay muchos finos juristas y algunos de mis mejores amigos, está desde
hace años completamente a la deriva. La estructura del Gobierno y de la
Administración actuales remiten más al siglo XIX que al nuestro. Hay que
limitar el indulto, exigiendo motivación rigurosa. Actualizar el catálogo de
derechos fundamental y llevar a la Constitución los temas principales (ahora
mismo hay miedo o desinterés por hacerlo): el aborto, sí o no, y bajo qué
condiciones; hay que incluir el matrimonio homosexual; el enorme desarrollo que
se ha producido en España del derecho a no ser discriminada por género; las
libertades educativas (para evitar el penoso juego partidista de pimpón sobre
ellas); los derechos de los emigrantes; el derecho a la protección de la salud
y sus estándares inderogables, etcétera.
El
artículo sobre las relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas debe
ser repensado: ya no estamos en 1978. También el estatuto del Ministerio Fiscal
necesita una reflexión, sobre todo si se le quiere dar la dirección de la
instrucción penal que ahora llevan los jueces. Por supuesto, ya ni hablo de los
temas territoriales y de la perentoriedad de su reforma: del engarce con
Europa; de la necesaria reforma del Estado de las Autonomías (aunque, insisto,
creo que ese modelo, lo llamemos como lo llamemos —porque en gran medida el
debate es sobre palabras— es el único que puede darse entre nosotros porque
permite al mismo tiempo elementos federales y confederales), de la reforma
local, que es tan importante que tiene estatura constitucional y tendría que
haberse pactado entre las principales fuerzas políticas (en conexión, por
cierto, con la reforma autonómica): hacerlo como se ha hecho es empezar
rematadamente mal. Y mil temas más: ¡casi nada se salva! Habría que empezar por
reformar el sistema de reforma de la Constitución, que es prácticamente
intransitable y exigir siempre que pase por las urnas. En 1978 había, lógicamente,
miedo a los cambios y obsesión por la estabilidad gubernamental y porque los
partidos controlaran la vida política frente a una ciudadanía no organizada y
sin cultura democrática. Todo esto ha cambiado. Hoy tenemos una democracia
asfixiada por las élites de los partidos políticos.
Y ese es el problema: los únicos que
pueden cambiar de verdad el sistema, los partidos (sobre todo, el que en cada
momento es mayoritario), son los principales interesados en no alterar el statu
quo tan beneficioso para ellos (¿se acuerdan de lo de la élite extractiva?).
Podrán alegar que no es necesaria la reforma constitucional porque, con el
desafío independentista catalán en marcha, sería como echar gasolina al fuego.
Como si ese desafío no requiriera una respuesta constitucional. O que
arreglando la economía lo demás vendrá por añadidura, como si la crisis
económica no fuera al mismo tiempo (en un movimiento de causa y efecto) una
crisis de las instituciones. Pero la causa principal de no reformar la
Constitución es que, desde hace tiempo, los actores políticos se han
acostumbrado a actuar ignorándola. Tenemos una Constitución formal, cada vez
más débil, y una material (el gobierno de las mayorías de turno), cada vez más
potente (sobre todo si se le añade el argumento de la excepcionalidad frente a
la crisis económica). Frente a esto, urge reformar la Constitución. Es el único
homenaje sincero que se le puede hacer: lo demás es cinismo o vacuidad.
Fernando
Rey Martínez forma parte del
Consejo Consultivo de Castilla y León y es catedrático de Derecho
Constitucional de la Universidad de Valladolid.
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